Esto
que escribo aspira a ser un desagravio, una reivindicación parcial de mi
memoria, la reparación de un patrimonio irrevocablemente espiritual: apenas un
bordoneo de mi nostalgia. Dentro de pocos días, empezará a ser demolida -lo
supe con desconsuelo- una casa ante la Plaza Independencia, para levantar sobre
ella un edificio. La llamada -por la conocida canción- "piqueta fatal del
progreso", es una falacia infamante, aunque no se me escapa la ironía
dolorosa de la expresión. El corazón no progresa. Y tiene leyes inmanentes que
desquician la fatalidad de la desmemoria. En esa casa transcurrieron los
primeros años de mi vida, y a ella he dedicado una larga evocación en un libro
de memorias que no sé si verá la luz algún día; a lo mejor, su condición de
inédito me sobreviva. Esa casa fue la casa de mis bisabuelos Léonard Roubin, y
fue construida en la segunda mitad del siglo XIX. Podría enumerar las
maravillas de su arquitectura: las mayólicas de su zaguán, los mosaicos eternos
de sus patios, las balaustradas de mármol de su fondo, las hortensias en los
canteros de su jardín. Al costado, su largo sendero que conducía en su momento
a la caballeriza, adonde entraban los carruajes a fines del siglo XIX, que
provenían de la estancia de mis bisabuelos. Pero para mí, esa fue y será
siempre la casa de María, mi tía abuela soltera, hermana de mi abuela Florencia
Léonard. O más habitualmente, de María y Angélica, otra viejita parienta lejana
nuestra que vivía con mi tía. Y que fue para mí como otra abuela. Todos los
días le decía a mi madre: "me voy a lo de María y Angélica". Al lado
de esta casa cuya demolición se anuncia así -fría y desaprensivamente, a
insalvable distancia de mi corazón-, sigue estando la casa de altos de mis
abuelos. Ahora también desvirtuada por la apropiación de un Banco. Así como la
casa de María, en los últimos años estuvo ocupada por una escuela de jazz.
Estas cosas no transcurren por las leyes notariales, sino por las del corazón:
son espiritualmente inexpropiables. Por eso, cada vez que vuelvo a pasar por
delante de ellas, me digo con desconsuelo, parafraseando el célebre verso de
García Lorca: "que no quiero verla(s)!".
Pasé
mi niñez y mi adolescencia, subiendo y bajando las escaleras de la casa de mis
abuelos, de ella a lo de María y de esta a lo de mis abuelos, varias veces al
día. Viví en esas dos casas muchas horas más que en la mía. Y sigo contemplando
el escritorio frente a la plaza y sus balcones de hierro negro -invariables
hoy-, desde los que yo me colgaba tantas veces en mi primera niñez. Y en el
escritorio, una enorme biblioteca de lustroso roble de tres cuerpos, con
infinitos libros, algunos seguramente incunables. Y flanqueando esa biblioteca,
dos cuadros originales de la serie de los gauchitos de Juan Manuel Blanes.
Recuerdo contemplar los crepúsculos de invierno cayendo morosamente sobre la vieja
plaza. Y como una imagen imborrable, a María y Angélica en el segundo patio
jugando eternamente al bésigue, un juego de naipes francés, que nunca ví jugar
más que a ellas. Eternamente digo, porque jugaban sus partidas ininteligibles
para el niño que yo era, tres o cuatro veces por día; a veces se peleaban, pero
se reconciliaban pronto, y la partida volvía a empezar. (Seguirán jugando en el
cielo ahora sin pelearse).
Es
llamativo que a mi abuela Florencia, que había nacido y crecido allí, yo nunca
la viera en esa casa; desde que murió mi abuelo, ella se recluyó en la lindera
casa de altos, en parte por su reumatismo y en parte por su tristeza. Solo
entró su cuerpo después de muerta, porque allí la velamos en lo que fue uno de
mis primeros grandes duelos.
A
veces -yo, que soy cristiano- tiendo a creer que las almas siguen apegadas a
los muros y las cosas en las que anduvieron. Por eso sigo imaginándome a mi
inolvidable tía María, que era insomne y ordenaba roperos en la madrugada,
ambulante y desvelada, recorriendo esos cuartos infinitos. Y me veo en el
segundo patio en sucesivas tardes, bajo los ojos inmóviles de la estatua grande
de una mujer desnuda apenas envuelta en un velo, que formaba parte de un reloj
que presidía aquel ambiente, tal vez de mármol negro y que parecía ser una
Venus negra o alguna de las nereidas que me contemplaba desde arriba.
Después
contaré, en una segunda parte, otras historias de esta casa a punto de ser
derruida. Pero no lo será dentro mío. Esta demolición, a mí me duele como un
ultraje. Pero allí permanecerá mi alma capturada, por una legalidad inmanente
de mi corazón. Vaya uno a saber por qué, el infinito -con serlo- se mantiene
adherido a un recinto, al ámbito cerrado de unos muros, al aire acicalado de
algún patio. Tal vez por lo que decía Borges: "Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos
rotos". Por eso seguiré cautivo de aquel aire adondequiera que esté,
sobreviviendo de un modo más esencial a las "formas inconstantes" de
nuestra contingencia.